Para preparar un buen guiso de pollo, decía la abuela Remei, hay que dorarlo con coñac. Pero el pollo, añadía, puede ser también base de un gran estofado. Ella preparaba el estofado de pollo con tronchos de acelga, que ahora todo el mundo tira. Primero hervía las acelgas, fileteaba los tronchos, los rebozaba con harina, los freía y, cuando estaban doraditos, los reservaba. Paralelamente, doraba el pollo con la cazuela en llama viva, mientras incorporaba las cebollas y los ajos. Después de añadir un buen chorro de coñac, dejaba la cazuela a fuego lento para cocer bien la carne sin riesgo de quemarla. Al cabo de unos tres cuartos de hora, añadía al pollo un par de vasos de agua. Media horita después, añadía los tronchos de acelga, que soltaban una parte de la harina con la que se habían freído. Y el caldo se espesaba, convertido en una salsa untuosa.
El resultado final era una mezcla de guiso rustido (en catalán rostit) y estofado. Con la simple ayuda de las cebollas, el aceite, el ajo y el coñac, se desfibraban y suavizaban las carnes. Pero al introducir los tronchos de acelga, el jugo se espesaba y convertía lo que el rustido había separado (la carne claramente segregada del aceite) en una masa ambigua en la que cada ingrediente adquiría cualidades de su oponente: el agua de las acelgas adoptaba, gracias a la harina, apariencia sólida; y la carne del pollo estaba tan suave que parecía haber adquirido consistencia líquida. Los tronchos de acelga, por su parte, eran verdura pero tenían apariencia cárnica: mórbidos y humildes vegetales convertidos en exquisito manjar festivo.
La abuela no complementaba este guiso con discursos morales. No guisaba los tronchos de acelga, que hoy se tiran a la basura, por sentido de austeridad o ahorro. Los guisaba porque le encantaban. Nos encantaban. Fritos y estofados con el pollo, no tenían rival. La abuela no discurseaba sobre la comida. Discurseaba sobre los desastres de la guerra y sobre las dificultades que siempre, por una razón u otra, había conocido. La gente de su tiempo había pasado muchas privaciones. Se calentaban con braseros, tenían sabañones, trabajaban de sol a sol por ganancias de miseria. Cada noche me conducía hasta la imagen de san Pancracio: salud y trabajo, pedía.
El otro día, escuché por la radio una información que la locutora narraba en tono fúnebre. En las compras navideñas, los catalanes han regresado al pollo. Un ejemplo de la profundidad de la crisis. Abandonando los langostinos o el foie, muchos catalanes han regresado al pollo. Ciertamente, comer pollo hoy en día es distinto de comerlo en tiempos de la abuela. Para las generaciones que pasaron la guerra, el pollo fue una victoria. Al final del camino de espinas, se encontraba el pollo, es decir, la rosa. Nosotros hacemos el camino a la inversa, abandonamos el jardín de las rosas para entrar en el camino de las espinas. No es lo mismo subir que bajar. Ellos apreciaban la panceta, pero no habían conocido el jamón. La tostada con aceite les sabía a gloria, pero no habían visto un croissant en su vida. Disfrutaban con los garbanzos y las sardinas de lata, pero desconocían la existencia del salmón ahumado o la vichyssoise. Algo nos ha pasado, en el jardín de rosas donde nos creíamos instalados para siempre: lo que 50 años atrás era considerado delicioso, ahora nos parece un castigo. Estamos realizando el aprendizaje de la decepción. Salimos de la fase infantil (donde la vida tiene forma de cuento y toda fantasía es exigible). Y nos adentramos en los bosques de la realidad, que no siempre es sombría, pero sí ardua y difícil. Con el ánimo ceñudo, entramos en la cruda realidad, cual adolescente resentido con el mundo. La cultura que ha idolatrado el placer y entronizado el deseo no soporta la existencia de las dificultades.
Aunque sigo la receta de mi abuela, yo guiso el pollo con nabos. De preferencia, nabos de Capmany, flacos, tiznados, tortuosos. Pero este año no los encontré y usé nabos corrientes. El nabo es un tubérculo sin glamur, pero da al pollo un toque singular. Estaba en la cocina, calentando el guiso, mientras los oía bromear. Cantaban también villancicos en castellano, para incorporar a la fiesta a las sobrinas de Madrid. La mezcla era notable. Los había de todas las ideologías: independentistas, izquierdosos, convergentes y peperos. En mi familia extensa, hay parados y emigrados a Alemania, jubilados y funcionarios, instalados, precarios y marginales. Como en todas las familias. Celebrábamos la Navidad agrupados alrededor de una larga mesa. El bosque de la cruda realidad es oscuro y siniestro. Pero los claros también existen: familias que se ayudan y ríen, por ejemplo. En torno al pollo de la abuela, era posible intuir por qué los que vivieron tiempos más difíciles estaban menos desesperados.
Fuente: Antonio Puigverd, La Vanguardia 2-Enero-2012

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