Problemática de la alimentación de las aves

De igual forma que el ser humano, todos los animales -y, entre ellos, las aves domésticas- requieren la ingestión continua de alimentos para el normal funcionamiento de sus funciones vitales. De esta forma un animal puede proveer sus necesidades de conser­vación y, secundariamente, transformar una parte de la ración que se le suministra en aquellas producciones que nos interesan, carne, leche, huevos, lana, etc. Sin embargo, en la práctica hay que reconocer que no se hace distinción entre las usualmente conocidas como necesidades de mantenimiento y las de producción pues ambas forman parte de un todo indivisible que es lo que nosotros debemos proveer para obtener el máximo rendimiento del animal en cuestión.

Sin embargo, aún teniendo en cuenta la importancia de la alimentación -en el caso de las aves representa alrededor del 65-70 % de los costes de producción-, no por ello se puede minimizar la que tienen otros factores de la producción. En resumen se trata de:

La genética del ave, totalmente esencial para el tipo de producción que pretendemos obtener -carne o huevos-, para lo cual requerimos trabajar con las estirpes o los cruces genéticos especializados que existen en el mercado.

Las condiciones del hábitat, es decir, del gallinero, en el sentido más amplio, es decir, a todo lo que abarca al confort ambiental del ave, a sus necesidades de espacio, equipo, etc.

El manejo, también en el sentido más amplio, abarcando así tanto al trato a que se somete a las aves, como a la higiene del gallinero y a los planes de bioseguridad para prevención de enferme­dades.

De ahí que, pese a la importancia de una alimentación adecuada -que es el tema de esta obra-, tengamos que hacer hincapié en que poco obtendríamos con ella si no trabajásemos con unas aves de una buena calidad genética que, al mismo tiempo, estuviesen instala­das en un gallinero adecuado y sometidas a un manejo racional.

Centrándonos ya en la alimentación, vemos que ésta abarca el conocimiento y el manejo de cuatro aspectos interrelacionados:

Los principios nutritivos requeridos por las aves, tanto de los principios inmediatos como de los minerales, vitaminas, oligoelementos, etc.

Las materias primas con las que podremos cubrir los requerimientos en todos los nutrientes.

El equilibrio de las raciones adecuadas a cada fase o período de la producción, al mínimo coste posible.

La forma de suministro a las aves de esas raciones, lo que incluye su forma de presentación, el racionamiento diario, etc.

El dominio de estos cuatro aspectos es hoy una verdadera ciencia, a diferencia de lo que ocurría casi hasta comienzos del pasado siglo, cuando aún se podía considerar un “arte”. Ello era debido a que, por una parte, no se tenían los conocimientos actuales sobre los verdaderos requerimientos de las aves y, por otra, tampoco se consideraba tan necesario, como hoy, el reducir al máximo el coste de la alimentación. Y es que, siendo las gallinas unos animales omnívoros, pueden tenerse perfectamente correteando por el campo y alimentándose casi exclusivamente de lo que en éste encuentran, es decir, de la misma forma en que se han tenido desde hace siglos, siendo enton­ces la única misión del «avicultor» la de suplementar su ración en invierno con una pequeña cantidad de grano.

Sin embargo, si, como es lógico, pretendemos obtener de esas aves unos elevados rendimientos -en puesta o en carne-, esto no es suficiente ya que, además de tener que suministrarles una ración bien equilibrada para que nos rindan lo adecuado, no podremos perder de vista el hacerlo de la forma más económica posible.

Indudablemente, el método más sencillo para alimentar a las aves consiste en adquirir un pienso compuesto de los muchos que hay en el mercado y suministrárselo siguiendo las pautas marcadas por su fabricante. La situación de la avicultura en todo el mundo -es la rama más avanzada de entre todas las producciones anima­les- permite afirmar que, en la mayoría de países desarrollados, actualmente no existe problema alguno en la elección de un buen pienso compues­to, lo que, lamentablemente, no puede decirse que ocurra en bastantes otros países en vías de desarrollo.

Los conocimientos requeridos por el avicultor que se decida por este proceder – la adquisición de un pienso compuesto – pueden, en principio, parecer pequeños, pero no lo son tanto. Si bien no ha de preocuparse por la formulación de las raciones, precisa dominar todo lo que se refiere a su sumi­nistro en la práctica, conocer cuando y en que circunstancias deberá cambiar de una ración a otra, tener el criterio suficiente para elegir una determinada marca comercial en vez de otra, etc. El no conocer todo esto significaría no dominar su negocio, teniendo que confiar siempre en el consejo, posiblemente intere­sado, que le pudiese dar el representante comercial de turno.

Por otra parte, el avicultor que intenta preparar el pienso para sus aves o el nutrólogo de la fábrica de piensos han de tener unos conocimientos bastante profundos sobre el tema, tanto más elevados cuanto mayor sea la complejidad de la empresa. Al haber aumentado espectacularmente la envergadura de las granjas en los últimos años -con varias decenas de miles de aves la más pequeña y llegando a varios millones las mayores-, puede com­prenderse que bastaría un pequeño error en la formulación o bien en el suministro de pienso a las aves para que los perjuicios fuesen muy elevados, reduciendo sustancialmente los beneficios.

Concepto de los alimentos

Para comprender mejor todo lo que sigue a continuación conviene partir de una base inicial: la de que los animales, al igual que las plantas, son organismos compuestos de elementos químicos que la naturaleza les proporcio­na y que a la misma han de volver para la perfecta realización del ciclo de la materia viva.

Los principales elementos químicos que se hallan en la materia viva, formando diferentes combinaciones entre ellos, son el carbono -C-, el hidrógeno -H-, el oxígeno -O- y el nitrógeno -N-. Estos elementos químicos se desgastan y se eliminan permanentemente, lo que significa que se han de reponer continuamente. El único medio que tienen los animales -el ser humano y las aves, entre ellos- para reponer estos elementos es a través de la alimentación.

De ahí que podamos definir como alimento a «toda sustancia sólida o líquida que, al ser ingerida por el animal, sea capaz de contribuir al normal desarrollo del organismo, al mantenimiento de un adecuado estado fisiológico y a la elaboración por el mismo de los productos útiles al ser humano».

En el caso de los animales domésticos y, más concretamente, de las aves, los alimentos que consumen proceden fundamentalmente del reino vegetal -cereales, leguminosas, etc. -, minoritaria­mente del mineral -suplementos de calcio y de fósforo, cloruro sódico, etc.- y, a veces, también del animal -grasas añadidas, harinas de carne y pescado, etc.-. En todos estas materias los elementos antes mencionados se agrupan entre sí formando unas determinadas combinaciones, denominadas principios inmediatos, de características similares y que tradicionalmente se han desglosado así:

Desde un punto de vista analítico, el desglose que suele hacerse tradicionalmente de los distintos principios nutritivos se basa en el llamado «Método Weende». Sin embargo, las fraccio­nes contempladas por este método no coinciden exactamente en su denominación con los «principios inmediatos» citados, por lo que, aunque de ello nos ocuparemos extensamente en otro lugar, vale la pena adelantar aquí el esquema de Weende con su correspondencia en éstos. Esto es lo que hacemos a continuación en la Fig. 1:

Fig. 1. Componentes de las distintas fracciones de los análisis de alimentos por el método de Weende (entre paréntesis, los nombres de los correspondientes principios inmediatos)

Los primeros pasos en una alimentación aviar racional

Al igual que ha ocurrido en otros órdenes de la técnica, los avances
en alimentación aviar logrados en el pasado siglo fueron mucho
mayores que los logrados en el transcurso de toda la histo­ria de la humanidad. En realidad, puede decirse que desde los albores de ésta, hace miles de años, las gallinas habían estado alimentándose por si solas, es decir, buscando en el campo los granos, alimentos verdes, gusanos, insectos, minerales, etc. que más les agradaban.

De esta forma, domesticada la gallina ya hace miles de años, su carácter omnívoro le permitía aprovechar cualquier alimento que tuviese a su alcance. Sin embargo, al no constituir esto ninguna dieta equilibrada – ni siquiera con el grano dado por el hombre, en invierno, al encerrarlas de noche en un «gallinero» al lado de su vivienda -, puede comprenderse que su productividad era bajísima. Pero es que el «avicultor» de aquellos tiempos – por llamarle de alguna forma – tampoco exigía de sus gallinas más que los pocos huevos que precisaba para el autoconsumo familiar, en tanto que la carne de pollo se hallaba presente únicamente en algunas mesas en ciertas festividades especiales.

El primer paso de lo que luego ha constituido la ciencia de la bromatología lo dio Lavoisier, a fines del siglo XVIII, al formular la opinión de que la vida es una función química, demostrando a través de sus experiencias con cobayas que los animales consumen oxígeno para respirar y desprenden anhídrido carbónico – CO2 -, produciendo calor al igual que el que se origina en la combustión del carbón. Poco después, el mismo investigador, completaba su teoría con otra conclusión trascendental: la de que la cantidad de O2 consumida y la de CO2 producida por el organismo animal dependen de la alimentación, la temperatura y el esfuerzo realizado. De esta forma quedó claro que los alimentos son utili­zados por los animales como combustibles y que, al ser oxidados, liberan una cantidad de calor semejante a la que produce su combustión en el laboratorio.

Con base en estos estudios iniciales, otros investigadores europeos del último tercio del siglo pasado comenzaron a estudiar la composición de los alimentos con la idea de intentar cubrir las necesidades del ganado mayor y de las aves -aunque dándose mucha más importancia a aquél que a éstas-. De aquellos primiti­vos estudios se dedujo el concepto del desglose entre unas necesidades de mantenimiento y otras de producción, procediendo también de aquellos tiempos el ya citado método Weende -de la Estación Experimental alemana de este nombre- de análisis sistemático de los alimentos.

Entretanto, los avances en los estudios zootécnicos de fines del siglo pasado mostraron la necesidad de equilibrar científica­mente las raciones y contar para esto con algo más que los sim­ples granos que los avicultores repartían a sus gallinas ya que éstos son netamente deficitarios del principal principio nutriti­vo que interviene en la formación de los tejidos: la proteína. Con esta idea se comenzó a suministrar a las aves algunos produc­tos de origen animal que, como la leche líquida, los residuos de cocina o algunos subproductos cárnicos, al tener un elevado valor proteico complementaban más o menos su tradicional régimen de cereales. Sin embargo, la verdad es que esto se realizaba sin ningún tecnicismo, sino más bien de una forma bastante empírica.

Entre las postrimerías del siglo XVIII y los inicios del XIX, cuatro importantes Escuelas marcaron las pautas en lo que tenía que ser la alimentación equilibrada del ganado y, en conse­cuencia, aunque de forma secundaria por no concedérseles todavía demasiada importancia, de las aves. Se trataba de la francesa, con Magendie y Boussignault, la alemana, con Kellner, von Liebig, von Voit y Rubner, la norteamericana, con Armsby y la escandinava, con Fjord y Hansson. Aunque sus métodos hoy ya no tienen aplicación práctica alguna en la alimentación de las aves, no podemos olvidar estos nombres por lo que la ciencia de la alimentación les debe.

En Francia, mientras que Magendie llegó a la conclusión de que el N corporal procede de los alimentos y no puede ser sintetizado por el animal, Kellner dedujo el valor nutritivo de los alimentos por su aptitud para formar grasa, tomando como base el kilo­gramo de almidón y estableciendo unos coeficientes de unidades de almidón, con lo que inicia los fundamentos de los estudios de digestbilidad.

Casi simultáneamente, Armsby postuló el concepto de energía neta que definió como la energía utilizada por el animal para su mantenimiento y para la producción. Aunque poco nos había de servir entonces en avicultura, fue la base en que se apoyó mucho más tarde otro norteamericano, Fraps, para sus estudios sobre la energía «productiva», que revisaremos más adelante.

Con una base parecida a la alemana, un poco más tarde Hans­son llegó a la definición de la unidad alimenticia como la cantidad de alimento que hay que suministrar a una vaca para que produzca 3 kg de leche con el 3,25 % de grasa. Con ello y tras fijar el valor de los principales alimentos en estas unidades, la Escuela escandinava dio un paso importante en el racionamiento de los animales ya que atribuyó a la proteína un valor más elevado que sus antecesores. De todas formas, pese a que este método se ha estado utilizando extensamente en ganadería mayor hasta mediados del siglo pasado, para avicultura tiene un valor muy escaso al ser las aves monogástricas y, por tanto, muy dife­rentes en su metabolismo que el ganado vacuno, poligástrico.

Por otra parte, los viejos estudios de Boussignault y su perfeccionamiento posterior por Lawes y Gilbert dieron lugar a la definición de la relación nutritiva como la proporción que debe haber en toda ración entre la proteína digestible y los otros principios teniendo en cuenta su valor energético. Sin embargo, pese a que, como puede verse por tal definición, ya se tomaba en consideración tanto el valor energético de los alimen­tos como la proporción que deben guardar los elementos formativos -los prótidos- con los de relleno -glúcidos y lípidos -, al basarse todo ello en unos coeficientes de digestibilidad no demasiado seguros para el caso de las aves, el método tampoco puede considerarse demasiado exacto para esta especie. Pero aún así fue utilizado extensamente en España hasta mediados del pasado siglo en la formulación de raciones para las aves.

La época de los «grandes descubrimientos»

A comienzos del pasado siglo comenzaron a aparecer en el merca­do – al principio en el Reino Unido, Francia, Estados Unidos, etc. y poco después en España – las primeras mezclas comerciales de cereales molidos, subpro­ductos de molinería, harinas de carne y algún suplemento de calcio que, a su manera y de forma un tanto empírica, iban a ser los precursores de los actuales piensos compuestos. Sin embargo, la desconfianza por parte de los avicultores de aquellos tiempos de lo que se había utilizado en estas mezclas, junto con la creencia de que las aves prefieren los granos a las mezclas de harinas -creencia por demás cierta, si se les da a elegir- hicieron que al comienzo no tuvieran demasiada aceptación.

Con todo ello la avicultura en general estaba experimentando una profunda transformación ya que existía un interés general en mejorar la producción de las gallinas, en criar mayores cantida­des, prevenir lo mejor posible sus enfermedades, etc. En realidad, cuando se impuso el conocimiento, a partir de los estudios de Pasteur – a fines del siglo XVIII – de que no todas las enfermedades tenían que ser de origen microbiano, se comenzó a comprender que muchas de ellas provenían de una alimentación defectuosa. De aquellas épocas procede el descubrimiento del holandés Eijkman de que el beriberi, una enfermedad en el ser humano asociada hasta entonces al consumo de arroz, no se debía a ello sino a la falta en el mismo de un principio químico necesario para la vida, identificado más tarde como tiamina o vitamina B1 al ser reproducido en las aves a las que causaba una enfermedad parecida, a la que denomina “polineuritis”.

Con el confinamiento de las aves y especialmente en invierno se vio que los pollos no crecían lo suficiente y mostraban algu­nos problemas esqueléticos al faltarles la luz solar, lo que se atribuyó a deficiencias en su alimentación ajenas a una falta de los principios inmediatos conocidos. Aunque desde las postrime­rías del siglo anterior ya se había investigado –el mismo Eijkman, junto con otros, como Bunge, Lunin, etc.- sobre la naturaleza de unos factores nutritivos que evitaban la presentación de determinadas enfermedades ligadas a la alimentación, no fue hasta Funk, en 1912, cuando comenzó a emplearse el término de vitaminas – por “aminas vitales”, debido al hecho de contener N en su molécula – y los estudios posteriores de Kuhn, Karrer, Andersag, Williams, Elvehjem, Dam, etc. que se llegó a la identificación de la mayoría de las que hoy conocemos.

De esta forma, la época comprendida entre los años 1920 y 1940 presenció el aislamiento primero, y la producción industrial después, de esas vitaminas que iban a permitir, por una parte, la prevención de un buen número de enfermedades carenciales y, por otra, el montaje de los primeros gallineros «industriales» para aves en confinamiento. De todas formas, vale la pena recordar que en aquellas épocas todavía no había la diferenciación actual de las razas y/o estirpes productoras de huevos y de carne y que la pollería de entonces aún dependía de la utilización de los machitos hermanos de las pollitas para puesta.

Como hitos más importantes de esta época destacaremos los siguientes:

– En 1910-1913 se identifica la primera vitamina, la A, en la mantequilla, el aceite de hígado de bacalao y la yema del huevo.

– En 1920-22 se halla otro factor, la vitamina D, presente también en los aceites de hígado de algunos pescados, comenzando a utilizarse poco después el de bacalao, adicionado a las racio­nes, para prevenir el raquitismo de los pollitos.

– En 1922 se descubre la vitamina E, aunque su síntesis, a partir del germen de trigo, no se consigue hasta 1938.

– En 1930 se describe por primera vez una deficiencia en ácido pantoténico y aunque éste es aislado en 1933, su síntesis comer­cial no tiene lugar hasta 1940.

– En 1933 se sintetiza el ácido ascórbico o vitamina C, aunque ésta no se considera esencial para las aves.

– En 1934-35 se aísla la vitamina B2 – aunque su producción industrial no se inicia hasta 1939 -, denominándose primero «lactoflavina» por su alta cantidad en la leche y posteriormente riboflavina.

– En 1936 se aisló por primera vez el ácido nicotínico, aunque su existencia ya se sospechaba mucho antes.

– En 1935 se demuestra la relación entre un síndrome hemo­rrágico de las gallinas y un nuevo factor, identificado como vitamina K.

– En 1936, partiendo de los estudios de unos años antes sobre el papel del calcio y el fósforo en la alimentación de las aves, se amplían estos estudios con la incorporación del mangane­so como factor esencial en prevenir la perosis de los pollos.

– Entre 1937 y 1940 se estudia el papel del manganeso en el desarrollo embrionario, se aísla la piridoxina en su forma cris­talina y comienza a utilizarse la vitamina D en polvo en substi­tución del aceite de hígado de bacalao.

Sin embargo, cabe destacar que en aquellas épocas, los conocimientos que se tenían sobre las vitaminas, cuando aún no se había iniciado su producción industrial, solo permitían a los avicultores combinar las dietas de tal forma que se asegurara una buena variedad de ingredientes de origen muy diverso con el fin de conseguir los aportes necesarios sin incurrir en déficit. Esta época estaba marcada pues por la inclusión en las raciones de aceite de hígado de bacalao -vitaminas A y D3-, leche en polvo -riboflavina-, harina de alfalfa -K-, levadura de cerveza -otras vitaminas del grupo B-, etc.

Con todo ello, nuestra calificación de estas épocas como las de “grandes descubrimientos” está justificada por la afirmación de Puchal – 1996 – de que “desde aproximadamente 1950 no se ha descubierto ningún nutriente más hasta la fecha, aunque nuestro saber ha avanzado en cuanto a un mayor conocimiento de las funciones de los nutrientes ya conocidos, siendo esto lo que nos ha permitido alcanzar los niveles de desarrollo de que hoy disponemos”.

Por último, en lo referente a esta época cabe destacar la carrera de desenfrenadas investigaciones realizadas, lo que llevó al fracaso de bastantes intentos, entre ellos al de la denominación alfabética de muchas vitaminas, que luego resultaron no ser tales o bien una combinación con otros nutrientes, como algunos aminoácidos, que entonces también comenzaban a estudiarse.

Del final de la II Guerra Mundial hasta 1970

A comienzos de la década 1940-50 los conocimientos sobre nutrición aviar eran ya muy notables pero aún estaban bastante lejos de los actuales. En general, se daba bastante más importan­cia a los principios inmediatos y a la preparación de fórmulas de muy diversa índole para completar las necesidades en vitaminas y minerales que al análisis cualitativo de las raciones en sí. En España concretamente la fabricación de piensos aun estaba en sus albores en nuestra posguerra civil, aunque en otros países, como Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Holanda, etc.,. ya se había alcan­zado un cierto desarrollo, con base por lo general en el suminis­tro a las aves de parte de su dieta en forma de harina y el resto a base de granos de la propia cosecha.

En 1944 se publica por primera vez en Estados Unidos la recopilación que el Consejo Nacional de Investigaciones -NRC- haría de los requerimientos nutritivos de las aves. Tomada pronto como punto de referencia de los nutrólogos de todo el mundo, esta recopilación ha conocido hasta la fecha 9 ediciones, la última de ellas en 1994, pero no estando exenta de algunas críticas, en los últimos años está dejando paso a otras fuentes de requerimientos aconsejados.

A partir de 1940 comenzó a prestarse una mayor atención a la composición de las proteínas, observándose que no bastaba que una dieta fuera rica en ellas sino que también era necesario que fueran de distinto origen. Esta acción complementa­ria entre ellas pronto se vio que eran los aminoácidos, elementos integrantes de las proteínas que ya habían comenzado a estudiarse a finales del siglo anterior, aunque sin prestárseles entonces demasiada importancia, incluso tras el descubrimiento del último de ellos, la treonina, en 1930, por Rose, en Estadosd Unidos. En este país comenzó a utilizarse el primero de ellos que se consideraba más esencial, la metionina, en su forma sintética, en 1945 para suplementar las raciones de pollos.

La escasez mundial de proteínas de origen animal que comenzó a notarse a raíz de la II Guerra Mundial hizo que se emplearan cada vez en mayor escala los productos proteicos vegetales para la preparación de raciones, iniciándose en Estados Unidos el auge en la producción de soja, que no ha disminuido desde entonces. Sin embargo, al sustituir las harinas animales por harinas de origen vegetal se comprobó que el crecimiento de los pollitos y los resultados de las incubaciones eran peores, comenzando a hablarse en consecuencia del «factor proteína animal» que se suponía se hallaba en aquéllas pero no en éstas. Poco después, y a raíz del descubrimiento de los antibióticos, los estudios combinados de ingleses y norteamericanos hicieron posible que de este factor se aislara su principal componente, la vitamina B12, desde entonces utilizada de forma sintética en todas las raciones carentes de harinas animales.

Por otra parte, en 1946 se dio un paso decisivo en la formu­lación de raciones gracias a los estudios de Fraps, de la Estación Agrícola Experimental de Texas, sobre el valor de los alimentos en energía productiva, así como a los de los investigadores de la Universidad de Connecticut, sobre las dietas de alta energía para broilers. Fruto de ello fue el establecimiento de la llamada relación energía/proteína que durante muchos años -hasta bien entrada la década de 1960 – constituyó la principal base para la formulación de raciones para las aves.

Esto coincidió casi con la fijación y asentamiento de varias estirpes de reproductores pesados – principalmente en Estados Unidos -, cuya velocidad de crecimiento superaba ampliamente a la de los simples híbridos de razas utilizadas hasta entonces. Así se consiguió, por ambos caminos -la nutri­ción y la genética, pero mucho más debido a esta última, como demostraría Havenstein, en 1994 y nuevamente en 2003, en unas clásicas experiencias – unos avances muy considerables en la reducción del período de crianza y las aptitudes de transforma­ción del alimento.

De todas formas, si bien el principal mérito del estableci­miento del llamado «régimen pollo» – un pienso rico en energía- corresponde a los investigadores de la citada Universidad de Connecticut, los enormes avances que estaba experimentando la alimentación de las aves eran el fruto de la labor de los científicos de los Departamentos de Ciencia Avícola que se habían creado poco antes. Por parte europea y en el resto del mundo hay que reconocer que en aquellos tiempos la contribución que se hacía a la nutrición animal era relativamente escasa, a diferencia de lo que ocurrió a partir de los años 1960-70.

Hacia los años 1953-55 comenzaron a utilizarse en las racio­nes norteamericanas -especialmente para broilers- unas cantida­des crecientes de grasas animales que estaban quedando disponi­bles a bajo precio debido a la fabricación de detergentes sintéticos. Ello tenía como finalidad principal el aumentar el valor energético de las raciones aunque pronto se vio que, aparte de ello, había otras varias. De forma simultánea, también data de aquella época el empleo del primer antioxidante comercial -DPPD-, conjuntamente con la incorporación de grasas a las raciones.

Fruto de la década iniciada en 1950 fueron los estudios realizados sobre los entonces llamados factores desconocidos del crecimiento -y más adelante «factores no identificados del crecimiento, o UGF-. Estos, considerados entonces como unos principios nutritivos de naturaleza desconocida y presentes en determinados alimentos, han sido tema de discusión durante muchos años, considerándose durante un tiempo la necesidad de incluir en las raciones algunos alimentos que se suponían ricos en los mismos -solubles de pescado, levaduras, leche en polvo, harina de alfalfa, etc.- y habiendo existido incluso en el mercado algu­nos preparados comerciales que se afirmaba que los contenían en forma «concentrada».

Objetando, en 1958, que las ecuaciones que sirvieron de base a Fraps no se hallaban bien determinadas y que sus estudios se realizaron únicamente sobre pollos para carne, pero no sobre aves adultas en producción, otros investigadores norteamericanos, como Titus, Hill, Carpenter, Anderson, Sibbald, etc. se dedicaron a estu­diar más a fondo la valoración de los alimentos en energía meta­bolizable – EM -. Como consecuencia de estos estudios, hoy en día se utiliza exclusivamente este tipo de energía, aun con la matización posterior desglosando los conceptos de EM aparente – EMA – y verdadera – EMV -.

La década iniciada en 1960 fue, creemos, una de las más fructíferas en la alimentación de las aves, tanto por el refina­miento que se llegó a imprimir en la formulación de raciones, como por la investigación de diversas interacciones -especial­mente con la genética y la patología-, los avances en la tecno­logía de la fabricación y la distribución, etc. De esta forma, en los primeros aspectos merecen destacarse los estudios realizados en Estados Unidos sobre los niveles de aminoácidos para pollos y ponedoras, los cuales han conducido a olvidarse casi del concepto de la proteína para formular. El mismo Hill, así como Scott, Combs, Jensen, Harms y otros muchos entre los norteamericanos, así como Picard, Larbier y otros entre los franceses, Payne, Lewis, etc. entre los ingleses, Hurwitz, Bartov, Plavnik, etc. entre los israelitas, Leeson, Summers, Sibbald, etc. entre los canadienses y otros investigadores aislados de diferentes países, han contribuido al establecimiento de los niveles nutritivos que hoy se utilizan en todo el mundo para formular en avicultura.

Fruto también del estudio de algunos de estos investigadores ha sido lo que se vino a llamar, por aquellas fechas -a fines de los años 60- la formulación por fases para las ponedoras. Sa­biendo que éstas comen para satisfacer sus necesidades en energía y basándose en los diferentes niveles de consumo según la edad, la producción, la época del año, el sistema de producción, etc., se llegó al establecimiento de regímenes alimenticios diferentes según las circunstancias de cada caso. Hoy en día, aunque la aplicación de este concepto difiere algo de la inicial, gracias a una alimenta­ción diferenciada según el estado de la producción hemos llegado a mejorar sustancialmente los rendimientos de las ponedoras.

Otros estudios, en fin, que caracterizaron a aquellos años fueron los de Peterson, en la Universidad norteamericana de Idaho, sobre los efectos de los altos niveles de calcio sobre la puesta, los de Harms, en la de Florida, sobre requerimientos de los reproductores pasados, los de McGinnis y Jensen, en la de Washington, sobre el tratamiento de la cebada con agua y/o la adición de enzimas a la misma, los de Payne, en Australia, sobre la necesidad de incluir bioti­na en las raciones a base de trigo, etc.

Bajo otro aspecto, la época que estamos examinando fue pródiga en diversos avances en relación con la alimentación de las aves. Entre ellos cabe citar la sistemática incorporación de grasas a los piensos, el empleo cada vez más generalizado de diversos aditivos – algunos de ellos, antibióticos – como promotores del crecimiento, la aparición de las primeras raciones granuladas para broilers – con el posterior desarrollo de las “migajas” – , la distribución de piensos a granel, el reparto del pienso en las granjas mediante comederos automáticos, etc.

Desde 1970 hasta nuestros días

Uno de los hechos más destacados de esta época ha sido el empleo masivo de ordenadores para la llamada formulación de raciones de mínimo coste. Aunque esto ya se había iniciado en la década de los 60, su incorporación por las fábricas de piensos fue al principio bastante lenta debido a la limitación de la informática de aquellos tiempos – desconocimiento, elevado coste, lentitud, requi­sitos ambientales, etc.-. Sin embargo, las crecientes prestacio­nes de los ordenadores, su miniaturización y la comercialización de diferentes programas de formulación han hecho que desde hace unos años se hayan convertido en una herramienta de trabajo indispensable en cualquier fábrica de piensos.

Más que por unos «grandes descubrimientos», los últimos años se han caracterizado por un perfeccionamiento de los sistemas de alimentación, siendo pionera la avicultura, como lo había sido antes, de casi todas las nuevas tecnologías en producción animal. Por ejemplo, en lo referente a los citados ordenadores, éstos no se emplean hoy sólo para la confección de una sola ración, sino para la multiformulación de las fábricas más complejas, la mode­lización de la crianza del broiler o de la puesta, la planifica­ción de los flujos de pollos en las integraciones, etc.

Los inicios de los años 70 vinieron marcados por la llamada “crisis de la soja”, caracterizada por una falta de suministro de esta materia a nivel mundial a causa de una mala cosecha en los Estados Unidos y el agotamiento de las existencias. Obligándonos a pensar en otras fuentes proteicas alternativas – girasol, colza, algunas leguminosas, etc. -, esto tenía que ser un aviso de la situación actual en la Unión Europea, en donde hemos dejado de tener la dependencia tan absoluta que había años atrás con la soja norteamericana, independientemente de que ésta haya de competir hoy en los mercados internacionales con la producida en otros países, como Brasil, Argentina, etc.

Los últimos años también han sido testigo de un crecimiento primero y de una limitación posterior en el empleo de aditivos en alimentación animal. De hecho, algunos de ellos ya se estaban utilizando desde los años 1950-60 -antibióticos, tranquilizan­tes, coccidiostatos, etc. -, aunque su empleo masivo, y hasta diríamos que incontrolado, vino algo más tarde. Esto ha conducido a una situación que las autoridades sanitarias de los distintos países o incluso supranacionales han terminando por regular, prohibién­dose así hoy el empleo de algunos grupos de sustancias -hormo­nas, arsenicales, antibióticos, etc.-, o controlándose las dosis de otras, y regulándose, en fin, los períodos de supresión -los coccidiostatos-, el que no haya coincidencia en el uso simultáneo de algunos de ellos en la misma ración, etc.

En el caso de los aditivos -en el sentido más amplio de la palabra-, en los últimos años ha habido también otros cambios significativos. Por ejemplo, en España, cabe citar un menor uso de pigmentantes sintéticos en la alimentación del broiler – debido al cambio de preferencias hacia unas canales blancas -, el empleo de prebióticos, prebióticos, ácidos orgánicos, aceites esenciales y diversos productos fotogénicos – como contrapartida tras la prohibición de los antibióticos promotores del crecimiento -, la creciente utilización de aminoácidos libres para equilibrar las raciones – primero la lisina y posteriormente treonina y triptófano -, la substitución en algunos casos de la metionina en polvo por las formas líquidas, etc.

Dentro de los aditivos, un aspecto a destacar es la creciente utilización de fitasas, enzimas que permiten liberar el fósforo –P- poco asimilable de los productos vegetales y ahorrar parte del mismo, de tipo inorgánico, incluido en las raciones. Esta práctica, aparte de su interés económico, también ha sido propiciada por un interés cada vez mayor en reducir, en lo posible, la contaminación de los suelos por los contenidos en P y N de las deyecciones animales aplicadas como abono.

En el caso de España concretamente, no cabe duda de que nuestra integración en la Unión Europea – 1986 – nos ha reportado unos cambios bastante considerables en lo que respecta al aprovisiona­miento de materias primas para los piensos, al mismo tiempo que nos ha obligado una adaptación a una legislación cada vez más compleja en múltiples aspectos.

Entre ellos cabe citar la progresiva sustitución del maíz por otros cereales como el trigo y la cebada -suplementados con complejos enzimáticos -, el empleo creciente de los llamados productos sustitutivos de los cereales -gluten de maíz, mandioca, DDGS, etc.-, el de las proteínas alternativas -guisantes, colza, etc.-. En cambio, complicaciones de diversa índole han imposibilitado el empleo de algunos alimentos que en los años 60 parecían prometedores: las llamadas “proteínas del petróleo” -por haber dejado de elaborarse-, las harinas de pescado -de coste cada vez más elevado-, el conjunto de las harinas de procedencia animal –por su prohibición a partir de la crisis de las “vacas locas” – etc.

Otro cambio de importancia, acaecido ya dentro de este siglo, es la creciente sustitución del concepto de aminoácidos “totales” por el de los “digestibles”. El mayor conocimiento acerca de los requerimientos de las aves en los mismos, así como del contenido de las materias primas son los factores que han hecho que, al menos en España y en los países de la UE o con parecido grado de desarrollo, una gran parte de los nutrólogos hayan adoptado este sistema, pese a que todavía subsistan algunas lagunas en cuanto a la utilización de los valores digestibles ileales o fecales.

Para finalizar esta revisión de la evolución de la alimenta­ción de las aves, creemos que, como muestra de la gran cantidad de estudios que se realizan actualmente, vale la pena mencionar unos pocos ejem­plos: 1) las cerca de 1.350 citas expuestos por el NRC en su edición de 1994 sobre los requerimientos nutritivos de las aves; 2) los 226 trabajos presentados sobre nutrición en la XIII Conferencia Europea de Avicultura – en Tours, Francia, 2010 -, el 35 % del total; 3) la celebración, cada dos años, de un Symposium Europeo de Nutrición Aviar, en el último de los cuales – Turquía, 2011 – se presentaron casi 200 trabajos sobre nutrición; etc.

Sin embargo, también hay que reconocer que, dentro de este panorama, aparentemente idóneo, han aparecido o subsisten algunos problemas relacionados en parte con la alimentación de las aves, pero también con otras disciplinas y que la ciencia todavía no ha sabido resolver totalmente. Como ejemplos de ellos tenemos los trastornos locomotores de los pollos, la asci­tis y la llamada “muerte cardiaca” de los broilers, la debilidad de la cáscara de los huevos, en presencia de calor y con gallinas viejas, etc. Y de ahí el que deberá seguir estudiándose para resolverlos, siendo éste un reto permanente que tienen los Centros dedicados a la investigación avícola y que seguirá ocupando una muy buena parte de las páginas de las revistas científicas de avicultura y de las discusiones en los foros periódicos que se celebran en todo el mundo.

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